La creación de términos nuevos en el lenguaje cotidiano está dada por la necesidad de nombrar a los nuevos objetos que aparecen en el ámbito cultural. Podemos establecer una clasificación arbitraria y tomar como ejemplo tres enfoques: la publicidad ha dado lugar a los sustantivos comunes como «gilete», «curita», «winco»; la jerga del lunfardo, «trucho», «cajonear», «porro», y la tecnología, «computación», «chat», «celular», entre otros.
En este sentido, lo que prevalece en el lenguaje es su aspecto dinámico para la conformación de nuevas palabras, o bien llegar a modificar su significado, aceptado por la mayoría de los usuarios.
Un ejemplo típico es el caso de «evento». Al transforme su significación, en la actualidad se remite a cualquier acto programado: fiesta, espectáculo, conferencia, etcétera, en un sentido opuesto al original. Esta arbitrariedad, surgida por desconocimiento, omisión o cualquier otro hecho, conforma una muestra clara de que el idioma no es estático, sino que los vocablos pueden adquirir una nueva variante de acuerdo con su uso.
También podemos dar rienda suelta a nuestra imaginación y establecer un nuevo tipo de relaciones entre un sustantivo y un adjetivo para dar origen a una palabra compuesta y así crear un léxico nuevo, como el «lexitonto», con una carga semántica muy particular.
La «preguntonta» aparece como una pregunta ingenua, a la que muchos reclaman una correcta interpretación: «No existe la pregunta tonta, sino tonto es aquel que no pregunta». Sea como fuere, el resultado puede ser ambiguo, puesto que la duda surge y la «preguntonta» cubre este bache, a veces con un planteo trivial, y en otras ocasiones se transforma en una cuestión filosófica, en la cual se apodera de una explicación más profunda.
Otro caso se da con el «chistonto». La persona que cuenta un chiste no siempre consigue darle un buen remate, o bien la broma es tan «archiconocida» que ya no causa gracia. Ejemplo: «Había-un-aves-truz». Cuando el espectador se queda con una cara de «espanto» por no haberlo entendido, el que cuenta se lo debe explicar. Este argumento tan rebuscado se transforma en el «chistonto». Si se consigue como efecto que la otra persona lo interprete y le cauce gracia, adquiere su razón de ser.
La «consultonta» integra esta amplia galería, en la que se tienen en cuenta dos aspectos. El primero se relaciona con la obviedad, o con aquel dato que fue enunciado, pero que pasó inadvertido; el segundo cobra el efecto de la «preguntonta», al aparecer el misterio como una fuerza impulsora. Quizás en aquello que se omitió, o se dijo al pasar, surge lo más importante de todo el planteo, que necesita reverse de una manera coherente.
La «anecdotonta» es otro de los matices. Si bien se puede hacer un paralelo con aquella publicidad referida a los «acné-dotas», en la que se remarcaba una situación trivial, problematizado por un adolescente que padecía acné, la «anecdotonta» se instala en una nueva interpretación. El hecho referido puede representar una situación real, pero que se narra desde un enfoque paradójico. Su efecto pasa por contar una serie de argumentos, con rasgos humorísticos, al igual que un melodrama, con un estilo muy sutil. De esta manera, el «lexitonto» puede ampliarse con otros términos de uso común, incluidos en el ámbito de la tontería, dichos con gracia y creatividad. Veamos el siguiente ejemplo.
Hacía tiempo que no veía a un viejo amigo –la ambigüedad tiene su razón de ser: mi amigo me lleva más de veinte años– y después de una amena charla, descubrí un pequeño gran detalle: no lucía sus gafas como acostumbraba hacerlo desde que lo conocí –aclaro que hace más de 30 años–.
Mi amigo me comentó el gran cambio. Se había curado de su miopía, gracias a una receta casera, natural, conocida como el «té de alpiste». Aprovechó la ocasión para revelarme el secreto y, en seguida, puse manos a la obra.
Hice todos los procedimientos en forma correcta. Herví un litro de agua, eché en el recipiente cuatro cucharadas de alpiste y lo dejé reposar toda la noche. Por la mañana, colé las semillas y las tiré al tarro de residuos. Todos los días, en ayunas, me tomaba un vaso de esa agua colorida que tenía gusto a nada. Esperaba cuarenta minutos y luego desayunaba.
Con el tiempo, los progresos en mi visión fueron notables. Mis lentes recetados pasaron a causarme una molestia. Ya no los necesitaba para leer, pero sí para ver de lejos.
Contento con los primeros avances, empecé a difundir entre mis familiares y conocidos los mágicos beneficios del alpiste. Fue tal la telaraña de comentarios que cayó la primera víctima: mi hermana. Muy confiada, siguió las instrucciones al pie de la letra, pero con distintos imprevistos. Comenzó a sentir gastritis, la visión desdoblada y una extraña sensación de «asquito», por lo que decidió dejar de tomarlo a los quince días. Al no entender sus razones, volví a la carga con una artillería pesada de justificaciones: le faltaba tiempo, era muy ansiosa e impulsiva, etcétera.
Igualmente, consideré que esta situación era un pequeño fracaso y no una derrota napoleónica. Así como confiaba en mi amigo, por haber comprobado fehacientemente los resultados, también pensé que los demás se harían eco de mi consejo. Por suerte no fue así. Una amiga, a quien se lo recomendé, había consultado por Internet este fantástico hallazgo, con sutiles beneficios que me sorprendieron. Lo que más me llamó la atención fue escuchar su «alterada» voz, diciéndome del error que había cometido. Después de agradecérselo, preparé la receta como correspondía.
Puse en remojo las cucharadas de alpiste toda la noche. La variante se daba en los pasos posteriores. Tenía que tirar el agua, sacar las semillas y licuarlas con agua fría, previamente hervida, hasta que se formara un líquido blanco. Luego colaba la preparación en otro recipiente y de nuevo la volvía a colar con un filtro de tela para quitar todos los residuos. Hecho esto correctamente, empecé a tomar un vaso en ayunas, todos los días.
Este acontecimiento me dejó grandes enseñanzas: tener que dudar siempre de aquellas recetas mágicas y averiguar de antemano acerca de sus resultados; tomar la iniciativa de hacer los procedimientos adecuados y no quedarme sólo con una explicación general; y por último, darme cuenta de que mis «amigos» pueden equivocarse, más si están atravesando por la etapa de la senectud, en que la memoria puede jugar malas pasadas.
Esta «anecdotonta» del té de alpiste me ha transformado. Quizás por mi desenfrenada carrera por dejar los anteojos no haya podido ver la situación con claridad, puesto que mi mejoría se debía, principalmente, a una cura por sugestión. Lo que sí pude demostrar es que tengo un estómago a toda prueba. En cuatro meses de tratamiento, todas las mañanas, ingería agua sucia.
Tomado de: Jorge Marín (J. Marín es periodista, escritor y docente especializado en ciencias de la comunicación. Autor de Los cuentos de Germán (relatos), Mythos (ensayo) y El mufa (teatro)).